Fue entonces un día, de manos secas de uñas sucias, de cuartos humanos, de corazones y almas, y fue entonces que los enanitos huyeron, cuando al alejarse se sintieron gigantes de cuentos, y perdían el mando de ellos, dejando las puertas abiertas para los recuerdos, para los guerreros, y fue entonces que los enanitos crecieron...

-Angélica M. Coderque-

26/8/08

Mariposa Daltónica


Ahí me encontraba yo, a las 2 AM de la mañana un miércoles de una semana de estudio común y corriente, esperando que de mi mente surgiera el chispazo artístico, esperando ese preciso momento en donde se coge la pluma y se empieza a plasmar en una hoja de papel la esencia de lo que somos, es un momento de profunda divinidad que tiene el escritor, entre transmitir algo que realmente nos sale del corazón, o simplemente poner palabras vacías sobre un papel que probablemente nadie leerá porque carece de sentimientos y de la pasión que el escritor imprime en sus versos con sus palabras. Por mi mente pasaba de todo, tantas cosas vividas, tantos momentos y experiencias por las que he pasado, podría decirse que intencionalmente en la mayoría; sin embargo había algo que no me dejaba dar ese primer paso para escribir, era un dolor profundo que inundaba mi alma y que no quería salir, un dolor de esos que sentimos propios, que están aferrados a nuestra alma como las pecas a nuestra piel, un sorbo de café y seguí esperando, de repente fotogramas inundaban mi mente, era como si se armara un collage de emociones inexplicables que pronto me hicieron explotar, golpeé la mesa como quien se niega admitir una verdad, y pasé las manos sobre mi cabeza.



Ni yo sabía que ocurría ni que pasaba por mi mente en esos momentos, ¡mierda! Nunca me fue difícil escribir, y mucho menos cuando siento dolor. Y ahí me encontraba yo, sola en la sala de mi casa, con ese silencio tan profundo que caracteriza al lugar, sentada allí al frente de ese cuaderno, que mas que nada era un libro lleno de emociones y en su mayoría de sufrimiento, ese viejo libro que me había acompañado tantos años y que ingratamente nunca había sido ojeado por alguien mas que no fuera yo. Eché un vistazo hacia las primeras hojas del desgastado cuadernillo, por fin una sonrisa se dibujaba en mi rostro, "con que inocencia escribía hace años", balbuceé; el primero de los escritos que mas que nada parecía un examen mal hecho con rayones y todo, se titulaba mariposa daltónica... un momento, ¿mariposa daltónica? vaya que tenía problemas cuando le titulé; tenía once años cuando escribí en este loco libro por primera vez, y hoy me reía de mis propias palabras, como quien se ríe de sus propios errores. Pero que danza bella de confusas ideas que significaban tanto para mi alma, que regocijo sentía al leer mis palabras 8 años después de ser escritas, que hermosa ironía, que hoy me llenara el alma, lo que un día me hizo tan infeliz.

Mariposa daltónica que un día se coló por las ventanas de mi habitación, y que me hizo volar por primera vez en la fortuna de las palabras, que con sus alas me atrapo que no me soltado hasta el día de hoy, y espero que no lo haga jamás. Entre tantas emociones encontradas que tenía en ese momento, intentaba recordar o encontrar entre tanto sufrimiento el porqué del nacimiento de mariposa daltónica. Cual había sido la causa de tal locura inocente, pero mi mente estaba en blanco; una ráfaga de olvido había arrasado con el dolor y su motivo, desilusionada de mi misma y de mi memoria pasé la hoja con mucho cuidado porque era tan frágil, que cualquier movimiento brusco la haría pedazos. A la mitad de la hoja le daba fin a la historia, pero en ese momento noté que mas abajo y en sentido horizontal, ya poco legible, se encontraba un párrafo en tinta negra; un nubarrón de tristeza vaga y permanente se apoderó de mi interior, cada letra que leía se escabullía por los muros de mi alma y decoloraban el arco iris de mi ser, con tal coraje que mi aliento se desvanecía ante ellas. Incliné mi cabeza y una lagrima que bajó lentamente por mi rostro, calló y se fundió en la tinta y el papel, tan profundamente como yo me ataba con ese cuadernillo. Suspiré y mi mente permaneció en blanco varios segundos, revisé de nuevo las palabras que allí se posaban al parecer hace varios años, y noté que la fecha se hallaba escondida entre una metáfora que solo el y yo podríamos comprender, no por conocimiento si no por la afinidad que existía entre su alma y la mía. Mi viejo sabio que se sentaba tardes enteras a discutir sobre los pequeños detalles de la vida, que para la mayoría de gente pasaban por desapercibidos, pero que para nosotros eran una buena excusa, para contemplar nuestra razón e inquirir en el porqué de las cosas.

Mi viejo que tantas veces me regañó por dañar sus puros de marca Farias corona que trajo consigo al llegar de España; hermosa España que posaba inmóvil en ese cuadro de acuarelas que pintamos una tarde juntos después del café. El abuelo ilustre que me encantó tantas veces con la sencillez de sus palabras, el mismo hombre obstinado que cuatro años atrás había luchado implacablemente con la enfermedad y que al final decidió dejarme husmear sola en el callejón de la vida. Y como lo extrañaba yo, en que otra persona podría encontrar la complicidad que me producía comunicarme sin tener que pronunciar palabra, quién mas me podría contar de la vieja Cataluña con la nostalgia y el sentimiento con que lo hacía el abuelo.

Olvidándome del tiempo, y del porqué me encontraba esa noche allí sentada, susurré como si alguien me escuchara ¡ah viejo testarudo como te extraño! como si el siguiera ahí en el mismo sillón de siempre. Sin explicaciones o tal vez por mi paranoia, sentí como un frío extrañamente cálido recorrió mi espalda, haciéndome sentir como cuando tenía pocos años y el viejo me sentaba sobre sus piernas a contarme largas historias sobre pío Baroja o Rafael Alberti, y mi madre lo regañaba porque según ella, yo era muy chiquita todavía y no podría comprender la complejidad de sus palabras, el viejo solo reía y le respondía a mi madre que la juventud no era sinónimo de estupidez, me besaba la frente y me musitaba al oído que pronto le daríamos final a la historia, tomaba su tinto oscuro y salía a fumar silenciosamente.

Sequé la hoja intentando que mis lágrimas, no corrieran la tinta que se posaba colosalmente en mi humilde cuaderno, aún se podía leer la metáfora de mi viejo que me decía con vehemencia estas sabias palabras:

“Las alas son el símbolo de la expresión, y el miedo es la cárcel del arte, porque ni siquiera la muerte es capas de apagar la esplendorosa flama del espíritu que zarpa hacia el saber”

Ahora podía recordar porqué en ese preciso día le dí vida a mi mariposa daltónica, cual era el motivo por el que una niña de once años, escribía con tal apatía sobre la vida, el porqu´ de la desilusión, de la desesperanza, del temor y del dolor. Ese día tuve que escudriñar entre la inocencia e ingenuidad, un poco de madurez y sensatez para poder soportar el desconsuelo de las palabras que mi abuelo me diría. Era una mañana helada, la más helada que he vivido en esta enorme ciudad, yo me dirigía como siempre a la habitación de mi viejo a saludarlo y a escuchar alguna de sus frases antes de irme a estudiar, aunque yo sabía que junto a el aprendería mas que en ningún otro lugar.

Tomé sus manos, bajé mi cabeza para que me pudiera besar la frente, como acostumbraba hacerlo para despedirse. El viejo no me besó la frente, me tomó de mis pequeñas manos, y después de un largo silencio, me confesó que estaba enfermo, que su cuerpo empezaba a mostrar los signos del cansancio, y que la enfermedad que lo afligía, no le permitiría hacer ese viaje de vuelta a Cataluña con el cual habíamos soñado tanto, me hizo prometerle que seguiría adelante, que no lo recordaría con tristeza, y que al contrario cada vez que pensara en el, recordara ese pequeño respiro que nos tomábamos cada tarde para contemplar la magnificencia de la vida. No pude evitar romper en llanto y desplomarme ante el, aun sabiendo que ni las lagrimas podrían expresar el dolor que inundaba todo mi ser; recuerdo que me dijo que estaría presente cuando las dudas surgieran en mi cabeza, me pidió que no me conformara con lo que afirma el mundo, que fuera siempre un paso mas allá de lo que se da por hecho, y después de un largo silencio, sacó de su armario un cuadernillo color caoba, sellado con un pequeño laso gris, lo puso en mis manos y con lagrimas en sus ojos y se despidió de mi. Y ahora estaba yo ahí sentada en la sala de mi casa leyendo ese mismo cuadernillo, que marcó toda mi infancia; sostenía en mis manos el símbolo de la unión mas grande que podría tener en la vida.

Al leer de nuevo las palabras, que el abuelo había impreso en el cuadernillo, note que una fecha se asomaba pidiendo ser tomada en cuenta, 10 de septiembre de 2004. Mis manos sudaban como nunca y mi corazón latía tan fuerte que casi lo podía escuchar, una mezcla entre miedo y sobresalto posaba en mi interior, 10 de septiembre justo una semana antes de morir mi viejo.

No sabía que pensar, ni que decir, mi mente estaba en blanco. Solo sé, que lo que sentía no era tristeza, ni dolor, era la exaltación de todo mi ser; mi viejo fue fuerte hasta el ultimo día de su vida, recuerdo que su voz nunca quebranto a pesar del maldito cáncer que consumía su interior, ahora entiendo que su espíritu fue mas fuerte que la enfermedad, y a pesar del dolor físico su esencia nunca desfalleció, luchó con la misma valentía y el coraje con que lucharía un soldado en guerra por mantener su honor. Su honor ante la vida y su honor ante la muerte, no queda duda en que el viejo lo logró, se fue con la dignidad con que lo haría un sabio, y antes de irse quiso recordarme que la vida es para vivirla, para gozarla pero ante todo para descubrirla.


De eso se trata la vida de atinar, de acertar, pero también de errar, de equivocarse; equivocarse para seguir intentándolo, atinar para sentir la satisfacción del triunfo, para enseñar, para transmitir el conocimiento, el viejo me lo transmitió a mi, y lo hizo de una forma única, con la sutileza y humildad con la que lo hacen pocos, por eso lo admiré de niña, por eso lo sigo admirando ahora aún después de su partida, y por eso lo admirare para toda la vida.

Sequé las lagrimas de mis ojos, y como un impulso de mi ser, sin razón o explicación, arranqué la hoja, con la frase que me dejará marcada para toda la vida, y en el balcón de mi casa como un acto simbólico, quemé el papel, que tantos sentimientos y emociones me había despertado apenas unos minutos atrás, tal vez por eso, porque el viejo era mas que papel y tinta, y para recordarlo y recordar sus enseñanzas no era necesario leerlo en un papel, lo que el me había obsequiado era algo que iba mas allá del valor material y trascendía lo físico. Las llamas consumieron en segundos las letras que un día escribí con tanto coraje, y que el abuelo contrarresto con su sabiduría, las cenizas danzaron con el viento, y partieron con el, así como siempre deseé que mi mariposa daltónica alzara vuelo. Esa noche había media luna y brillaba esplendorosamente sobre mi, el silencio del ambiente era único, solo se podía escuchar como el viento charlaba con las hojas de los árboles, y ahí me quedé yo toda la noche, vi el amanecer mas hermoso de los pocos que he visto, y recordé como tantas veces vi el atardecer junto al viejo. Y supe que no estaba sola, como el lo prometió, me senté en el viejo pero acogedor sillón de la casa, y dejé que el dulce canto del amanecer me arrullara, mientras mis parpados caían lentamente dejándome descansar.


“Las alas son el símbolo de la expresión, y el miedo es la cárcel del arte, porque ni siquiera la muerte es capas de apagar la esplendorosa flama del espíritu que zarpa hacia el saber”.

Pasos De Tiempo

Francisco salía de su casa al amanecer, no llevaba reloj pues sus años en el ejercito nacional le habían enseñado a leer la hora según la posición del sol, era un hombre de estatura mediana, de contextura gruesa, su cuerpo ya empezaba mostrar los signos de la vejez y el cansancio, el era como muchos otros victima de la guerra, a sus 28 años había perdido una de sus piernas en combate, pero aun así conservaba su temperamento firme y siempre fuerte; sin embargo Francisco siempre ha sido una persona solitaria, vive solo en una pieza de motel, nunca se ha casado, ni ha tenido hijos; Le conozco pocos amigos, y los que tiene solo lo buscan por su dinero, Francisco todas las mañanas se toma un tinto bien oscuro, se fuma un puro y lee el mismo periódico hasta las 8:30 am, en el café que queda al lado de la estación del tren. El no conduce un auto, ni toma el bus; Francisco camina, sus pasos son torpes y muy frágiles a la vista, camina jorobado y con la mirada en el suelo, parece un hombre frio, tosco. En las noches se le ve deambulando solo por los callejones de este humilde barrio, es tan silencioso que casi pasa desapercibido. Veo el reloj faltan diez para las once, me asomo por la ventana y como siempre Francisco acaba de llegar. Bajé las escaleras tan rápido como nunca, cruce la calle y llegue a su habitación antes que cerrara la puerta.

-señor el tinto que pidió.
-¿tinto? No joven no he pedido ningún tinto.
-Si señor, lo pide todos los días, pero hasta hoy se lo pude traer.

Dejé la taza en un mesón viejo y desgastado al lado de su cama, y Salí del lugar tan rápido como pude. Francisco me llamo un par de veces antes de cerrar la puerta, pero ya no podía dar vuelta atrás.

El día que vino después de esa noche fue diferente, Francisco incumplió su cita con el reloj por primera vez. Extraño verlo cada mañana salir a la misma hora del viejo motel. El periódico tirado al lado de su cama sigue esperando que lo lean una ves mas cada mañana y el mesero aun sirve el tinto oscuro para la mesa del fondo que el ocupaba, pero no hay nadie que lo tome con ese detalle con que lo hacia Francisco.

Autor: Angélica Paola Muñoz Coderque.